En el fútbol de ascenso hay canchas y canchas. Cuando por cuestiones de fixture debemos visitar una cancha por primera vez, nos vemos obligados a tomar los recaudos necesarios para reconocer el terreno como por ejemplo: preguntar a alguien que viva en la zona como llegar, cuál es el camino más apropiado y seguro, si el acceso es peligroso o qué colectivo es más conveniente. En ciertas ocasiones hasta hemos hecho un reconocimiento previo durante la semana para evitar sorpresas.
Cuando me refiero a que hay canchas y canchas quiero decir que en algunas lo mas importante es el viaje, el hecho de encontrarse en zonas alejadas permite la camaradería entre amigos y se puede incluir un almuerzo en una parrilla, transformando el viaje en una verdadera excursión. En cambio hay otras en las que se debe estar muy despierto con los ojos bien abiertos y no admiten ningún tour. Este es el caso de la cancha de San Telmo ubicada en el corazón de la Isla Maciel.
El partido en cuestión nos dejó buenos recuerdos casi pintorescos, aunque durante todo el tiempo sentimos que la vida estaba pendiendo de un hilo.
Terminamos el almuerzo y con el debido tiempo partimos hacia la cita esperada durante toda la semana, hicimos escala en Constitución y de ahí un colectivo hasta la isla.
-¿Éste me deja bien en la cancha de San Telmo? Pregunté.
-Sí. Respondió el chofer. Aunque ya sabíamos que nos acercaba, necesitamos la aprobación de alguien que pasara por allí todos.
-¡Acá se tienen que bajar!. Acatamos la orden del chofer, bajamos y miramos para todos lados, consultamos el reloj y faltaban 20 minutos para el comienzo del partido.
Desde nuestra posición veíamos la cancha y parecía estar cerca, comenzamos a desandar el camino y el panorama cambiaba metro a metro, estábamos preparados para lo peor pero grande fue la sorpresa, cuando un grupo de chicas muy sueltas de ropa nos dieron la bienvenida. Ellas nos invitaban a pasar un buen momento dentro de sus ranchos de madera, a lo que hicimos caso omiso y sin mayores sobresaltos llegamos a la esquina de la cancha, adquirimos la entrada e increíblemente nos sentimos seguros.
Unos minutos más tarde llegó la hinchada de Excursionistas, los candomberos salieron al cruce de los micros y aunque no fue un enfrentamiento feroz hubo gran intercambio de proyectiles, se podían ver a través de los tablones como las mismas chicas que prometían placer, ahora arrojaban todo lo que tenían a su alcance hacia la tribuna visitante.
El resultado final del partido fue 1 a 1 sin nada significativo para rescatar, iniciamos el regreso pero como el ambiente no era el mejor, decidimos retornar por otro camino y enfilamos hacia la Boca cruzando por el centro de la isla.
Eran varias cuadras y estaba todo desolado, el escenario era de casas muy antiguas y destruidas que mostraban un pasado pesado y denso. De fondo se alcanzaba a escuchar el griterío y algunas detonaciones de la policía. Nuestro camino seguía siendo tranquilo pero ya se había hecho demasiado largo. Al final de la calle desembocamos a la orilla del Riachuelo. Para continuar solo había dos opciones una entrada tétrica y oscura con una escalera infinita que nos llevaba a un puente peatonal, y un pequeño bote flotando nervioso sobre el liquido negro y espeso del que brotaban burbujas. Ninguna de las dos opciones parecía mejor que la otra, pero se produjo un hecho que nos obligó a tomar una decisión drástica. Desde lo alto del puente un grupo de hinchas candomberos comenzaron a insultarnos al mismo tiempo que prometían todo tipo de torturas. Sin dudarlo subimos al bote. Abonamos unas monedas al barquero y comenzó la travesía. El viaje desde la isla hasta la orilla de La Boca duró una vida. El solo hecho de ver tan cerca ese líquido putrefacto, y las gotas que chorreaban por los remos, nos hacía sentir actores de una película de terror. Atrás iban quedando latas, palos, envases y toda la basura depositada en el cauce renegrido. Como si todo esto fuera poco, los hinchas que antes nos insultaban comenzaron a arrojar piedras desde las alturas. Nunca supimos si el propósito fue pegarnos a nosotros o hundir el bote, lo que hubiera sido mucho peor, mientras tanto el barquero remaba inmutable como si todo fuera normal y cotidiano. Afortunadamente todas las municiones dieron en el “agua”.
Una vez que pusimos pie en tierra firme nos sentimos aliviados. En ese instante La Boca parecía un barrio cerrado del más alto nivel. Contemplé la isla por última vez y recordé que una de las excursiones programadas por nuestros fundadores allá por 1910 era un paseo por la Isla Maciel.
Nos subimos al primer colectivo que paró y nos bajamos en Constitución. A esa altura ya estabamos haciendo planes para el próximo partido.
Cuando me refiero a que hay canchas y canchas quiero decir que en algunas lo mas importante es el viaje, el hecho de encontrarse en zonas alejadas permite la camaradería entre amigos y se puede incluir un almuerzo en una parrilla, transformando el viaje en una verdadera excursión. En cambio hay otras en las que se debe estar muy despierto con los ojos bien abiertos y no admiten ningún tour. Este es el caso de la cancha de San Telmo ubicada en el corazón de la Isla Maciel.
El partido en cuestión nos dejó buenos recuerdos casi pintorescos, aunque durante todo el tiempo sentimos que la vida estaba pendiendo de un hilo.
Terminamos el almuerzo y con el debido tiempo partimos hacia la cita esperada durante toda la semana, hicimos escala en Constitución y de ahí un colectivo hasta la isla.
-¿Éste me deja bien en la cancha de San Telmo? Pregunté.
-Sí. Respondió el chofer. Aunque ya sabíamos que nos acercaba, necesitamos la aprobación de alguien que pasara por allí todos.
-¡Acá se tienen que bajar!. Acatamos la orden del chofer, bajamos y miramos para todos lados, consultamos el reloj y faltaban 20 minutos para el comienzo del partido.
Desde nuestra posición veíamos la cancha y parecía estar cerca, comenzamos a desandar el camino y el panorama cambiaba metro a metro, estábamos preparados para lo peor pero grande fue la sorpresa, cuando un grupo de chicas muy sueltas de ropa nos dieron la bienvenida. Ellas nos invitaban a pasar un buen momento dentro de sus ranchos de madera, a lo que hicimos caso omiso y sin mayores sobresaltos llegamos a la esquina de la cancha, adquirimos la entrada e increíblemente nos sentimos seguros.
Unos minutos más tarde llegó la hinchada de Excursionistas, los candomberos salieron al cruce de los micros y aunque no fue un enfrentamiento feroz hubo gran intercambio de proyectiles, se podían ver a través de los tablones como las mismas chicas que prometían placer, ahora arrojaban todo lo que tenían a su alcance hacia la tribuna visitante.
El resultado final del partido fue 1 a 1 sin nada significativo para rescatar, iniciamos el regreso pero como el ambiente no era el mejor, decidimos retornar por otro camino y enfilamos hacia la Boca cruzando por el centro de la isla.
Eran varias cuadras y estaba todo desolado, el escenario era de casas muy antiguas y destruidas que mostraban un pasado pesado y denso. De fondo se alcanzaba a escuchar el griterío y algunas detonaciones de la policía. Nuestro camino seguía siendo tranquilo pero ya se había hecho demasiado largo. Al final de la calle desembocamos a la orilla del Riachuelo. Para continuar solo había dos opciones una entrada tétrica y oscura con una escalera infinita que nos llevaba a un puente peatonal, y un pequeño bote flotando nervioso sobre el liquido negro y espeso del que brotaban burbujas. Ninguna de las dos opciones parecía mejor que la otra, pero se produjo un hecho que nos obligó a tomar una decisión drástica. Desde lo alto del puente un grupo de hinchas candomberos comenzaron a insultarnos al mismo tiempo que prometían todo tipo de torturas. Sin dudarlo subimos al bote. Abonamos unas monedas al barquero y comenzó la travesía. El viaje desde la isla hasta la orilla de La Boca duró una vida. El solo hecho de ver tan cerca ese líquido putrefacto, y las gotas que chorreaban por los remos, nos hacía sentir actores de una película de terror. Atrás iban quedando latas, palos, envases y toda la basura depositada en el cauce renegrido. Como si todo esto fuera poco, los hinchas que antes nos insultaban comenzaron a arrojar piedras desde las alturas. Nunca supimos si el propósito fue pegarnos a nosotros o hundir el bote, lo que hubiera sido mucho peor, mientras tanto el barquero remaba inmutable como si todo fuera normal y cotidiano. Afortunadamente todas las municiones dieron en el “agua”.
Una vez que pusimos pie en tierra firme nos sentimos aliviados. En ese instante La Boca parecía un barrio cerrado del más alto nivel. Contemplé la isla por última vez y recordé que una de las excursiones programadas por nuestros fundadores allá por 1910 era un paseo por la Isla Maciel.
Nos subimos al primer colectivo que paró y nos bajamos en Constitución. A esa altura ya estabamos haciendo planes para el próximo partido.